QUITÓN ONOFRE
Salir de ver Guitón Onofre deja una sensación curiosa: la de haber asistido a algo pequeño en forma, pero enorme en alma. Dos intérpretes, un arpa, una mesa y un libro bastan para que el escenario se convierta en un viaje por la pobreza, la astucia y la dignidad del que sobrevive sin más armas que su ingenio.
Pepe Viyuela, en su madurez escénica, demuestra que la contención puede ser más poderosa que el artificio. Su Onofre no busca caer simpático, y precisamente por eso resulta tan humano. Es pícaro, sí, pero también frágil, cansado, y a ratos luminoso. Hay en él una tristeza antigua que, sin decirlo, habla del presente: la España del hambre y la del desempleo comparten más de lo que quisiéramos admitir.
La dirección de Luis d’Ors opta por el vacío, por el silencio y por la palabra. No hay decorados que distraigan, no hay trucos. Todo sucede en la voz, en el cuerpo y en la música. Y qué decir de Sara Águeda, que con su arpa crea atmósferas que oscilan entre lo sagrado y lo popular, envolviendo a Viyuela sin competir con él, sosteniéndolo como si su sonido fuera una respiración compartida.
Lo más valiente del montaje es su honestidad. No pretende modernizar a la fuerza un texto clásico ni disfrazarlo de contemporáneo. Lo deja hablar. Y sin embargo, termina siendo tremendamente actual. Porque la historia de un hombre que se abre paso entre la miseria a base de ingenio es la historia de cualquier persona que ha tenido que reinventarse para sobrevivir.
¿Es una obra ligera? No exactamente. Requiere atención, paciencia y sensibilidad. Pero recompensa con una experiencia teatral sincera, limpia y sin adornos.
Sales del teatro con una sonrisa extraña: la de quien ha reído, pero también se ha reconocido en un espejo que no siempre resulta cómodo mirar.


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